Canon inverso by Paolo Maurensig

Canon inverso by Paolo Maurensig

autor:Paolo Maurensig [Maurensig, Paolo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Musical, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1996-01-01T00:00:00+00:00


Jenö Varga se levantó de la silla tambaleándose. Estaba exhausto. Bebió las últimas gotas de aguardiente de la botella vacía y se la metió en el bolsillo. También él parecía vacío, un simple envoltorio de sucios vestidos. Miré a nuestro alrededor. Era noche cerrada, Viena por fin yacía dormida en un silencio apenas salpicado por el canto de los ruiseñores.

El hombre se colocó la capa en los hombros, se encasquetó el bombín, volvió a colgarse el violín terciado y se despidió:

—Que pase una buena noche, señor.

Bostezó, me dio la espalda y se alejó del patio. Le seguí.

—Un momento, solo un momento —dije, pero me di cuenta de que estaba gritando. En la otra acera un viandante (¿el último noctámbulo o el primer madrugador?) se volvió a mirarnos.

Al oír mi llamada el otro se paró para meterse la camisa, pero enseguida siguió caminando.

—¡Un momento!

Le alcancé y me puse a su altura:

—Permítame que le acompañe. Su historia no ha terminado. ¿Y Sophie? ¿La volvió a ver? ¿Qué fue de Sophie?

Él se paró, como si acabara de percatarse de ese imperdonable olvido. Seguimos juntos un trecho, y por fin volvió a hablar:

Después de huir de Hofstain como un ladrón volví a Viena, a mi buhardilla, y por primera vez me di cuenta de su miseria. Esos días pensé en la muerte. Todo me hacía pensar en ella. Si me asomaba a la ventana, el patio me parecía un cementerio devastado: lápidas diseminadas por el suelo y, bajo la lluvia, ángeles de piedra empapados con mocos en la nariz. Durante muchos días apenas toqué el violín. Me parecía que su voz había perdido todo su esplendor. Incluso llegué a pensar que la humedad de ese desván lo había estropeado irremediablemente. En realidad ya no me servía de consuelo. Tal vez había sucedido lo que siempre había temido: la música me había abandonado, y ya no tenía ningún poder para evocarla. Trataba de tocar, de ejercitarme como siempre había hecho, pero cada compás era una habitación vacía de acústica distorsionada. Cuando volvía a meter el violín en su funda, lo veía yacer, con ese rostro leonino, como una quimera colocada en su féretro.

Empezaba a preguntarme si aún había lugar en el mundo para la música. A mi alrededor advertía señales alarmantes. Un día, mientras subía la escalera, tuve que parar y esperar porque cuatro hombres fatigados estaban bajando un piano embargado con correas, y a cada paso juraban y maldecían la música y a todos los que se dedicaban a ella. El barítono había acabado en la cárcel por deudas, y le embargaban su único bien. Ya no le oiría cantar sus romanzas apasionadas. Varios días después descubrí un letrero bien visible en el escaparate del verdulero de enfrente, que decía: «No se fía a los músicos». ¿Cómo era posible? ¿Un letrero como ese en la capital de la música? Pero en Viena la música eran ya las marchas militares: por la calle, en la radio, solo se oían los redobles de los tambores y el sonido estridente de los cobres.



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